lunes, 19 de diciembre de 2011

Daniel Pennac: Mal de escuela


Mis frases favortitas:
I
EL BASURERO DE DJIBUTI

- Y es que fui un mal alumno y nunca se ha recuperado por completo de ello. (p. 13)

- Era su hijo precario. Sin embargo, sabía que yo había salido ya a flote desde aquel mes de septiembre de   1969, cuando entré en mi primera aula en calidad de profesor. (p. 13)

- Así se expresaba su amor de madre; (p. 14)

- Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra a. (p. 15)

- Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto. (p: 15)

- Mi padre y yo optamos muy pronto por la sonrisa. (p. 16)

- El menor de cuatro, yo era un caso especial. (p. 16)

- Aparentemente, todo el mundo comprendía más de prisa que yo. (p. 16)

- Personalmente, llegué a la conclusión de que incluso el perro de la casa lo pillaba todo antes que yo. Y creo, incluso, haberle dicho al oído: Mañana irás tú al cole, lameculos. (p. 17)

- Sí, es lo que hacen los zoquetes, se cuentan sin parar la historia de su zoquetería: soy nulo, nunca lo conseguiré, ni siquiera vale la pena intentarlo, está jodido de antemano, ya os lo había dicho, la escuela no es para mí... La escuela les parece un club muy cerrado cuya entrada se prohíben. Con la ayuda de algunos profesores, a veces. (p. 21)

-¿De dónde procedía mi zoquetería? Hijo de la burguesía de Estado, nacido en una familia amorosa, sin conflictos, rodeado de adultos responsables que me ayudaban a hacer los deberes... (p. 22)

- Y, sin embargo, un zoquete. (p. 22)

- En todo caso, así es, el miedo fue el gran tema de escolaridad: su cerrojo. Y la urgencia del profesor en que me convertí fue curar el miedo de mis peores alumnos para hacer saltar ese cerrojo, para que el saber tuviera una posibilidad de pasar.
(p. 24)

- Más que nada, algunos profesores me reprochaban esta alegría.
Suponía añadir la insolencia a la nulidad. La mínima cortesía exigible a un zoquete es ser discreto: lo ideal sería haber nacido muerto. Solo que mi vitalidad me era vital, si se me permite decirlo. El juego me salvaba de los pesares que me invadían en cuanto volvía a caer en mi vergüenza solitaria. Dios mío, la soledad del zoquete en su vergüenza por no hacer nunca lo debido. Y aquellas ganas de huir... (p. 26)

- un chiquillo dispuesto a todos los compromisos a cambio de una benevolente mirada de adulto. Mendigar a la chita callando el asentimiento de los profesores y agarrarme a todos los conformismos: sí, señor; sí, tiene usted razón... Eh, señor, que no soy tan tonto, tan malvado, tan decepcionante, tan... ¡Qué humillación cuando el otro me devolvía con una frase cortante a mi indignidad! O la abyecta sensación de felicidad cuando, por el contrario, me soltaba dos palabras vagamente amables que yo almacenaba de inmediato como un tesoro de humanidad...Cómo me apresuraba aquella misma noche a contárselo a mis padres: ...
 
(p. 32)

- El odio y la necesidad de afecto habían hecho presa en mí desde mis primeros fracasos. (p. 32)

- Los profesores que me salvaron -y que hicieron de mí un profesor- no estaban formados para hacerlo.
No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más...Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida. (p. 34)

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